Últimamente no cantamos… tal vez se deba a que todos en la familia hemos estado amando con tal desmesura que ya hasta el canto se nos terminó.
Nos gusta estar ocupados.
No sabemos parar.
No sabemos decir “aquí se acaba esto que a ti te duele, esto que a mí me duele a veces”. Somos como esas fiestas que se alargan hasta después del amanecer y nos obligan a mirar los vasos rotos, las estancias destrozadas y las terribles manchas de la alfombra. No sé si cínicos, pero eso sí, obvios hasta el cansancio.
Somos los seres que aman hasta tarde, con los ojos entreabiertos, irritados por tanta luz y tanto todo. Amamos esas eternas noches que nos dejan sin voz, sin mirada, sin cuerpo para sentir, y volvemos medio sordos arrastrándonos felices hacia el domingo que pide a gritos poder confiar en alguien; alguien que por la misma sangre entienda lo que está pasando siempre.
Porque nos gusta jugar, nos gustan el canto y la danza silenciosos. Volvemos algo cansados, algo vacíos, pero con la mente demasiado satisfecha. Volvemos con la mente saciada, nuestra mente que escurre la sangre de los otros. Y vuelve la semana con su necesario movimiento. Entonces escondemos nuestro rostro.
La sangre llama sangre y se reúne para limpiar del cuerpo el cuerpo ajeno.
Nos gustan las tardes del domingo, llenas de sangre, de cuerpos cansados. Aunque últimamente no hemos cantado.
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