8.6.08

Bitácora: Para que me conozcas


De dónde sacaron eso de que ¿cómo? ¿que a mí me gustaban las manzanas? Seguramente sí. Tal vez del patético bolso roído de tu mago amigo, ese mago. Perdón, sí, ya sé. El bolso no tiene la culpa, pero veces lo viejo me da culpa. Miro el pantalón desgastado de un hombre y pienso en el campo seco, y en las vacas flacas y en su estómago cantándole a los muertos. Miro el bolso desgastado de una señora y me siento mal; el mío no me ha importado nunca, pero su pobreza me recorre los brazos porque los azota.

En San Telmo todo me dolía porque todo era viejo. La nostalgia a veces duele más que muchas cosas. Pero yo me acostumbré.

Primero, esquivaba ciertas calles, sobre todo las calles donde vendían antigüedades. La taza y el reloj, el payaso y la coca-cola de los años sesentas o cuarentas o qué se yo. Todo era igual de viejo ahí, pero era yo la que robaba tiempo.

El lado izquierdo, el lado invadido. Fachadas nuevas, remodeladas, y de alguna forma, extranjerizadas. Evidentemente, por ahí yo, siempre. Il forno de San Telmo, ahí yo, ahí mis desayunos y mis tardes. Y el lado izquierdo… demasiada tradición para alguien que ni siquiera supo mamar nunca nada; nada de su mariachi, de su tequila, de su chile… mira que puedo ser vulgar.

Uno se acostumbra a todo mientras se pierde en la mancha, aun con la certeza de que no se puede encajar del todo, con todo y la buena voluntad. Eso no se puede. Yo por eso nunca pude acariciar al perro tuerto -el de la cantina vieja con los dueños viejos, las pizzas deliciosas y el güisqui baratísimo-. Por eso pagaba el doble por el viaje en taxi, por la vista y por el mate. Lo justo. Eso sí, jamás me cobraron los abrazos y mira que Buenos Aires sí me quiso, aunque nunca me gustaron sus manzanas.