6.9.11

Cotidiano




Estaban al borde y lo sabían. Lo gritaban la pasta de dientes, la toalla mugrosa para manos y ese aro imposible de sarro en el escusado. El bienestar es una de esas cosas que son abstractas hasta que encuentran forma en la limpieza o el orden de una casa. Lo mismo pasa con el refrigerador. Sabes que tu vida funciona mientras no cultives bacterias con la comida que compraste hace más de tres semanas.

Pero ellos estaban al borde y compartían el deterioro de lo que eran sus vidas sólo porque también eran hermanos. Él pasaba horas frente a la ventana, recordando. Se levantaba temprano, vestía ropa limpia y trabajaba siempre que se podía. El dinero no era necesariamente un problema. Él ganaba en una hora lo que para ella eran 2 semanas de trabajo. Ella iba y venía. Ésa era su vida: viajar y volver para narrar las idas y venidas con sus matices más entretenidos; detectar lo más bello, lo más digno y después compartirlo y despertar el deseo de los lectores.

Cualquiera diría que era lo ideal: Viajar, comer y conocer personajes interesantes, llenos de vida. Pero el movimiento termina vaciando a cualquiera y provoca un cansancio difícil de explicar. Cuando ella volvía compartían el silencio frente a la ventana enorme y vieja. Se perdían en el piso de madera y platicaban cosas triviales. Ambos pensaban que tal vez era necesario poner unas cortinas en el ventanal del pasillo porque la vecina podía verlos mientras fumaban, pero ninguno de los dos había tenido tiempo para recordarlo, aunque había pasado un año desde que rentaron ese piso.

Ella volvía sin ganas de narrar la verdad detrás de esos platillos deliciosos y paisajes coloridos. Se sentaba sobre la duela de madera y en silencio recordaba los detalles. Ahora era la amante del dueño de un restaurante en Oaxaca. Empresario. 43 años. Casado. 70 kilos y dos hijas, de 6 y 3 años. Aburrido con la vida que eligió. Era la novia de un ingeniero en sistemas. Empleado. 31 años. 67 kilos. Presionado por la vida de otros. Y también era la hermana de un hombre que no podía olvidar la infidelidad de Larissa. Bailarina. 23 años. 52 kilos. Muy guapa. Lástima que le gustaba a todos.

Pero ellos estaban al borde. Él la recibía con un abrazo, le preparaba la cena y después se sentaba a su lado para compartir el silencio y recordar los detalles. Ahora producía documentales sobre la vida de niños que pierden a sus madres por los asesinatos en Ciudad Juárez. Niños de meses, niños que no recordaran lo que pasó más que a través de la ausencia. Cosas así le quitan el sueño a cualquiera. Soñaba con los cuerpos que encontró en un basurero, tasajeados, dispersos. Soñaba con el cuerpo perfecto de Larissa. Hay en las afueras una locura que todo lo infecta. Y en silencio recordaba esos detalles crueles que para siempre se llevaron algo suyo parecido a las palabras.

Y así llevaban casi un año. Ella en silencio, pensando en la moral que ya no tenía. Él en silencio, repasando las cosas que no hizo para que Larissa se quedara.

Pero ella lo entendía, y a veces para hacerlo sonreír le preparaba un té y regresaba sorpresivamente de sus viajes a Oaxaca. Pero él la comprendía, y a veces para aligerar la culpa le preparaba un té y simplemente no le preguntaba nada.

Estaban al borde y lo sabían. Así que compraron un metro, tomaron las medidas del ventanal enorme, se fueron a comprar unas cortinas y se despidieron para siempre de la vecina que tanto los incomodaba.