7.9.08



Ella no pensaba en Dios, Dios no pensaba en ella. Dios es de quien consigue llegar a Él. Clarice Lispector

Cuando Señorita Miel va al parque

Habría que iniciar aceptando el hecho de que, casi siempre, quiero envolver las cosas con capas amables. Quiero envolver las cosas, todas, con capas de algodón o aromas de tardes de té. Tendría que admitir que no puedo creer sin esa luz tenue y el jugueteo casi mudo de algún incienso que vino de muy lejos. Porque aprendí que Dios era una cosa muy grande, muy ¿cómo decirlo? Omnipresente, y entonces Dios no puede ser para mí algo cercano que se produce desde la realidad y ocurre hasta en las tardes más simples. En dado caso, Dios sería como esos hombres que se pasean por ciertas calles con la piel quemada, los ojos perdidos y esa mezcla entre deseo y desconfianza que cualquier extranjero despierta en mí.

Estoy atada a mis costumbres llenas de templos, imágenes y limosnas insaciables. Tan amarrada a la palabra concreta que hoy tengo miedo de nunca más poder acercarme de nuevo.

Es la molesta idea de sentir que perdí mi tiempo, el más valioso, el que comienza muy pronto y carece de memoria. Es el enojo contra esa monja amable que ni con sus galletas de chocolate pudo enseñarme a creer. Porque de nada sirve saber rezar si uno no sabe creer. Y yo no creo, no sé. Y es que depende de tantas cosas… jamás pensé que Dios cayera en los mismos juegos. Pero para que Él exista todo depende de mí, que a veces juego a no creer en nada.

Y cuando digo que estoy atada es porque estoy atada. Porque dejé de asistir y no dejé de temer. Porque aprendí a orar lejos de la monja y ahora que quiero volver sin los aromas y las capas, cómo hago para volver y traerlo a lo viejo conmigo. No sé si quepa. Porque tuve a Dios, lo tuve. Pero no se parecía a lo que la monja dijo. Tuve a un Dios muy adentro pero no era Dios, eran muchas cosas, todas diferentes, pero no era Dios. Y si Dios es una sola cosa ¿Dónde lo pongo?

Y luego está mi pretensión, mi necesidad. Habría que admitir que más que capas y capas siempre cubro todo de ésta, la mía gran necesidad de sentirme segura. Sé que me voy a morir, sólo no quiero que me torturen y necesito que Dios me diga que soy demasiado especial. No especial. No suficiente. Demasiado. Demasiado especial. Como si ese demás del demasiado fuera suficiente para no temer de nuevo a la tortura.

Así entonces, me siento falsa. Siento que creo por ser muy pequeña. Sé que lo siento y que soy muy pequeña, y necesito que Él sea el grande para cubrirme y ocultarme en su tamaño. Porque Dios existe, pero en un bosque lejano y húmedo. Porque creo que existe, pero en los desiertos de la Biblia, en el fuego de las montañas perdidas, y cuando trato de cargarlo conmigo se convierte en el amigo imaginario de los seis años en el que tampoco creía. Le parloteaba al aire para que la nana creyera que yo era como todos. Para que la nana fuera tierna y pensara que yo, además de pequeña podía ser inocente; podía creer en algo, algo bueno. Pero, querida nana, la imaginación sin fe es justamente esto que soy yo: dudas y dudas y más dudas.