27.10.08

El viento y yo

Nos conocimos un lunes. Yo iba en mi bici roja. Él pasaba por ahí. A mí me habían roto el corazón. Él no se atrevía a querer a nadie; a nadie en específico. Nos conocimos porque tropezó con mi perfume. O más bien, todo mi perfume se enredó en sus pies, en su cabeza, y luego provocó que se cayera. Nos conocimos porque nunca supe disculparme, y en lugar de corregir a mi perfume solté una enorme carcajada que ponchó su ego. Perfume malo. Malo perfume malo ¿Porqué te enredas en los pies del viento?

Después me aproveché de su caída y sólo dije: “mi vestido también es rojo, como tu ego, pero éste no se poncha, y en cambio, sólo se infla”. Él se aprovechó del polvo y de la tarde hermosa. Miró por debajo de mi vestido. Lo abrió como si fuera su paraguas. Me dijo: “y tus zapatos son amarillos”.

Nos conocimos porque mi vestido era rojo y mis zapatos amarillos. Porque ese lunes estaba yo ahí, en la banqueta, mirando cómo el polvo se calmaba muy lentamente mientras lo sometía, no sólo a él, sino también a mi perfume. “Habría que educarlo”, me dijo con su cara de molestia inacabada. De nuevo sonreí. “Y a usted hay que enseñarle a caminar despacio”.

Así nos conocimos ese lunes, con mi perfume indignado y su ego efervescente y rojo; con mi vestido inflado y mis zapatos amarillos. Y por primera vez quiso quedarse. Y por primera vez, después de mucho tiempo, pude quedarme. Así que nos sentamos en la banqueta. Así que nos sentamos…

Ego ponchado. El viento. Yo. Mi perfume.


Él era rápido y yo lenta. Su ego hacía caras y mi perfume ya no quería jugar. Y fue mi tentación el no pinchar su ego para enfocarme sólo en él; para no pensar en todo lo que había tocado. Le dije entonces “tus ganas de irte”. Me dijo entonces “Tu miedo de quedarte”. Porque es difícil no pensar en el pasado.

Pero mi vestido pudo más que mi memoria, porque lo invitó a que circulara entre mi cuerpo para tocarme, para besarme y absorberme, sólo a mí. Él, tomó a mi perfume y lo amarró fuertemente a un árbol Perfume malo. Malo perfume malo, mientras su ego rojo se inflaba y estaba listo para salir volando. De mi cuerpo alegre brotaron risitas afiladas que necesitaban pinchar a ese ego rojo y mandarlo a guardar silencio, junto a mi perfume travieso.

De mi cuerpo cálido salían sus palabras. Entonces, contó el cuento de un desierto lleno de dunas y de polvo. Me habló de las olas de sal y del azote del tiempo; y en sus mares perdidos encontré a mi vestido y miré mis zapatos amarillos, porque de mi cuerpo brotaba algo que a su voz penetraba.

De pronto, me invadieron las ganas más absurdas de presentarme. Le dije “me llamo Miel, hoy soy morada y sólo tengo 25 años”. “Te llamas Miel y tienes más de 25 años,- me dijo con un tono muy suave y azul-. Te llamas Miel y has sido verde y turquesa. Te llamas Miel y te has marchado mil veces de aquí. Te llamas Miel y siempre vuelves.

Y regresé al smog y a la calle. Volví al vestido y a la corneta de mi bicicleta. Mujer. Responde al nombre de Miel. 25 años. Tez clara, pelo rizado y oscuro. Una que otra peca y un lunar enorme en la pierna izquierda. Le gusta mirar fotografías, caminar los domingos por el ancho camellón que está lleno de árboles y usar vestidos de colores molestos y brillantes. “Te llamas Miel y siempre vuelves”.


Bajé la mirada. Me quité los zapatos para escribir sobre la arena con los dedos de mis pies “He vuelto, pero necesito tiempo para convertirme en polvo y así jugar contigo para siempre”.

Yo sabía. Desde el comienzo supe que para siempre es demasiado.

Miré de nuevo mis zapatos. Los coches. Las calles. Todo seguía brillante y pequeño
¿Cómo fue que mi vestido te dejó pasar? ¿Porque mi perfume duerme tranquilo bajo la sombra de un árbol?

En este mundo todo tiene sentido aunque yo no lo entienda. Y también, aunque no siempre lo note, todo tiene un orden bastante claro. El mundo está bien hecho.

“Sabes, mis labios son como tus ganas de moverte todo el tiempo. No puedo dejar de hablar” Así le dije sabiendo bien que mis palabras, a diferencia del mundo que está bien hecho, habían dejado de tener sentido.

Sólo silencio

Entonces tuve miedo. Tuve miedo de la rapidez con la que las nubes cambiaron su forma. Tuve miedo de no ser verde o turquesa. De no ser ni morada ni antigua. De no ser un desierto ni contener mil lenguas para entender su mensaje. Así que continué en lo que yo creía se había convertido en el soliloquio más neurótico de mi vida y le dije “Debes saber que ya no fumo y es muy posible que nunca más sea verde”.